Nuestra cultura, heredera de la filosofía aristotélica, ha tendido a separar y oponer el cuerpo físico de esa parte, más sutil, que algunos denominan psique, espíritu, alma, energía, etc. Esta concepción dual y escindida atraviesa toda la compleja realidad de las sociedades en las que vivimos.

El desarrollo económico, científico y tecnológico de los dos últimos siglos nos ha proporcionado ventajas incuestionables en cuanto bienestar material, lucha contra las enfermedades y el aumento de nuestra esperanza de vida. Pero paradójicamente, estos avances han venido acompañados de una, cada vez mayor, sensación de vulnerabilidad, miedo, inseguridad e incertidumbre, ante la experiencia de vivir.

Las opulentas sociedades modernas esconden en el interior de la vida de sus individuos tensiones crónicas que disminuyen su viveza y menguan su energía. Se nos imponen ritmos de vida cada vez más rápidos y antinaturales en una carrera frenética hacia la producción y el consumo masivo que parece no tener límites. El resultado es que algo se va rompiendo en nuestras vidas, incapaces, a veces, de dar respuestas a los retos que nos imponen. Así, empresas transnacionales han tenido que afrontar en estos últimos años altos índices de suicidio entre sus trabajadores y modificar algunas estrategias de producción y gestión ante el escándalo y las denuncias. Por otra parte, el suicidio entre adolescentes en algunos países altamente desarrollados son un tema silenciado que ahora parece aflorar tímidamente. Son solo dos ejemplos.

Esta dinámica afecta no sólo al funcionamiento de las grandes compañías transnacionales y a algunos países altamente competitivos. Con su poder e influencia van golpeando, como piezas de un dominó, a todos los sectores productivos, políticos y culturales de este mundo globalizado.

La consecuencia es el incremento de los trastornos de ansiedad, insomnio o depresión y el consumo masivo de ansiolíticos y antidepresivos. Este malestar interior se expresa, también en el plano físico, a través de una pléyade de trastornos músculo-esqueléticos, enfermedades autoinmunes o inmunodepresoras.

En un mundo cada vez más abierto e intercomunicado, otras formas de concebir y vivir la existencia van llegando. Si la concepción dual del ser humano, propia de Occidente, ha sido provechosa en el terreno de la ciencia y la tecnología, el legado Oriental nos aporta una visión holística del hombre donde lo físico y lo espiritual se dan la mano.

Un amplio repertorio de conceptos, ideas y técnicas procedentes del mundo asiático, y destinadas a alcanzar el ansiado equilibrio interior, ha ido penetrando en nuestra cultura. La práctica del Yoga, la meditación Zen, el Reiki, el Tai Chi o el Chikung está cada vez más extendida en las sociedades occidentales y su eficacia se ha hecho más evidente entre nosotros.

Mi experiencia personal con el Chi Kung

Llegué al yoga en la década de los 70 Durante veinte años aprendí a re-conocer mi propio cuerpo, a quererlo y cuidarlo, a descubrir la importancia de la respiración y su relación con las emociones, a experimentar el poder sanador del silencio y la meditación, de la calma y el despertar de una nueva conciencia.

Aquella etapa se cerró y vinieron años de dispersión, de tanteos y nuevos caminos.

En la década de los 90 tuve mi primer acercamiento al Chi kung. Yo tenía unos cuantos años más y mis necesidades y facultades habían ido cambiando

Encontré en el Chikung esa armonía entre movimiento, respiración y concentración que en buena medida ya conocía. Pero ahora se hacía más fácil y delicada. Mi columna, castigada por distintos accidentes, mis articulaciones más envejecidas y todo mi sistema esqueletico-muscular en su conjunto, se vio liberado de presiones posturales prologadas y dolorosas. La práctica del Chikung hacía que mi cuerpo sufriese menos y yo me sintiese más relajada y tranquila, más libre y contenta. Todo era simple y sencillo. Y yo me sentía con más fuerza y vitalidad.

Estos años me permitieron saber que el Chikung era el medio, «mi medio», en el ansiado camino hacia el bienestar. Desgraciadamente perdimos a nuestra profesora. Hubo un tiempo de desconcierto y de búsqueda. Y ésta llegó mediante un pequeño cartel pegado cerca de mi casa. Era la oportunidad de continuar un camino ya iniciado. Y en él continuo, viviendo y descubriendo las intrincadas redes de energía de mi cuerpo, sus bloqueos y la capacidad de la mente, la respiración y el movimiento para disolverlos. La energía de nuestro cuerpo no deja de ser una parte de la energía del mundo natural.

Creo que la práctica del Chikung debería formar parte de la vida de todos los seres humanos, de toda edad y condición, porque sus beneficios son evidentes y ayudan a vivir mejor y más plenamente. Si cada día somos más conscientes de la necesidad de preservar el medio ambiente, del respeto por la vida de los animales, por el futuro de la humanidad no veo porqué dejar de lado el bienestar de la vida humana.

La práctica del Chikung es sencilla, se puede practicar a lo largo todo del día, no requiere de mucho tiempo para mostrarse eficaz, tan solo se necesita un lugar tranquilo (si es en la naturaleza tanto mejor) y un tranquilo deseo de sentirse bien. Ese tiempo rompe con el acelerado mundo exterior y la agitación interior y empezamos a sentir la vida como algo gozoso y simple, como algo natural que nos da paz.

Siempre he sentido una enorme curiosidad y fascinación por las manos. Me gusta mirarlas, leer en ellas la vida y el carácter de la persona a quién pertenecen. Tal vez por eso no me gustan mucho las manos llenas de anillos y uñas pintadas. Estos aditamentos me parecen un artificio para decir lo que no son. (Bueno, es tan sólo una opinión). Prefiero contemplar aquellas otras manos que muestran simplemente lo vivido, el trabajo, el dolor, el gozo y el placer…o la ternura compartida.

Si pensamos bien fueron unas manos las que ayudaron a traernos a la vida sacándonos del seno materno y depositándolos en este mundo. Son las manos y su prolongación, los brazos, las que nos abrigan, alimentan, curan, reconfortan…desde la infancia a la senectud. Las manos han sido y son portadoras del sentimiento que damos y recibimos…del amor y cuidado, del calor y la seguridad…de nuestra afirmación en el mundo. Pero también son, a veces, portadoras de odio y maltrato, de sufrimiento y vulnerabilidad. Cuando esto ocurre su huella nos hace dolorosamente vulnerables y desgraciados.

Especialistas en cuidados paliativos reconocen la importante ayuda que prestan los voluntarios que acompañan a las personas cuyo fin está cerca. Tan sólo el gesto de coger sus manos les calma y les da serenidad en esos momentos de incertidumbre, miedo y sufrimiento.

El Reiki se basa en la acción sanadora de nuestras manos. Es una técnica que detecta los flujos y bloqueos energéticos de nuestro cuerpo y regula su funcionamiento.

Durante algunos meses muy complicados en mi vida pude comprobar su eficacia y me fue de gran ayuda. Llegaba a las sesiones agotada, tensa, con el ánimo triste y sin vitalidad. Cuando la sesión terminaba siempre pensaba en lo asombroso de la experiencia. Unas manos expertas eran capaces de modificar sustancialmente las sensaciones de mi cuerpo y mi estado de ánimo. Me preguntaba por qué ocurría aquello y de manera tan evidente.

Decidí seguir el primer nivel de aprendizaje. Tras este curso de Reiki hubo un tiempo de práctica diaria de lo aprendido. Luego ésta se fue diluyendo. Cuando vuelvo a vivir una jornada de encuentro con otros alumnos de Ainara, mi profesora, siento que demasiadas veces me privó de algo que me hace bien y que no debo dejar de practicar. Aunque sea en momentos puntuales, el Reiki vuelve a estar presente en mi vida y me agrada sentirme aliviada de las molestias y en calma.